Basculando entre objetos encontrados (embalajes diversos, tuberías y sumideros industriales), elementos mobiliares de transparencia constructiva (mesitas, taburetes, escaleras de mano, armarios roperos y otros muebles practicables) e iconos del imaginario pop (fotografías de carácter publicitario sobre “composiciones de supermercado” representando picadillos de carne, despojos de aves de corral y otros motivos alimentarios, así como sobre temática floral de “casa y jardín”), Javier Muro viene reformulando ahora su práctica de la escultura. Lo está haciendo combinando principios objetuales, estructurales y figurativos de fuentes diferentes, pero refiriéndolos de manera conjunta y prioritaria a los dominios de un elemento plástico que constituye para él una base y una constante fundamental de todo su proceso: el espacio interior.
En efecto, desde sus inicios -cuando nuestro escultor fundía en aluminio (vibrado y pulido) botellas, cuencos y juegos de copas, que le merecieron su primer reconocimiento en la comunidad artística-, a Javier Muro le ha interesado siempre resaltar la peculiaridad de la densidad, pesantez y valores masivos o corpóreos del espacio interno o “vacío” que comprenden y delimitan las conformaciones de esos mismos “objetos huecos” que él utiliza como modelos, imprimiéndoles además un sentido o intención más o menos metafórica. Ahora bien, a renglón seguido, Javier Muro ha ampliado su atención al ámbito de ese otro espacio interior -preferentemente transparente- característico de las estructuras tectónicas y de las composiciones constructivistas de ciertos muebles. Y, más recientemente, ha dado un nuevo paso hacia adelante para subrayar el valor escultórico -es decir, tridimensional o “locativo”- que puede cobrar una representación figurativa estampada por medios fotomecánicos sobre una superficie plana.
Los diferentes logros obtenidos los declaran las diez obras que integran esta exposición que le dedica el Museo de Arte Moderno de Tarragona, e impactan visualmente por su singularidad y, de manera especial, por la poderosa presencia plástica con la que el artista dota al objeto escultórico. Al propio tiempo estos resultados interesan vivamente por constituir una singular y expresiva alternativa respecto a los lenguajes artísticos comunes entre las tendencias derivadas de la gran corriente constructivista y de las poéticas recientes del minimalismo, del arte conceptual y del arte de objeto.
¿Por qué considerar heredera del minimal y del arte constructivo -o inclusive constructivista- la práctica escultórica de Javier Muro? Porque trabaja con elementos uniformes en la estructuración geométrica de sus piezas individuales y de sus instalaciones; asimismo, por su manera de establecer combinaciones rigurosas entre unidades -por ejemplo, de carácter figurativo- paralelas y autónomas; y, de manera más particular -recordando la concepción de constructivismo que formuló Carl Andre-, por “generar diseños globales mediante la adición de elementos constitutivos individuales”. Efectivamente, siguiendo Javier Muro -a su aire- la estela de Carl Andre, ha imprimido un giro constructivista a las series fotográficas y a los objetos encontrados que utiliza, interesándose por su transparencia constructiva, al tiempo que les hace adoptar un discurso metafórico.
Insistiendo en el sentido alegórico de ese discurso, el recorrido por el conjunto de estas obras -diversas y complejas, a pesar de la “claridad” de su apariencia- que Javier Muro ha “instalado” en las dos salas de esta exposición, reaviva la penetrante advertencia de Jean Baudrillard al observar que “el arte ha penetrado hoy totalmente la realidad, y cuando se derrumba la distinción entre representación y realidad, entre los signos y su referencia en el mundo real, se llega al simulacro”, en el cual “las imágenes vagan y se cruzan entre sí incestuosamente, sin referirse a datos reales o a significados concretos”. En efecto, si nos detenemos a contemplar los iconos de estas propuestas escultóricas de Javier Muro, comprobamos que sus imágenes funcionan enmascarando y pervirtiendo la realidad básica de la que derivan, y que han dejado ya de ser no sólo imagen sino inclusive reflejo de unos determinados objetos encontrados. En realidad Javier Muro no trata de “recuperar” el constructivismo del pasado, sino de “reactivar” algunas de sus propuestas con la finalidad de procurar una consistencia segura a la práctica escultórica de hoy.
De esta manera, en la estética de Muro lo lúdico trata de establecer relaciones entre su personal estilo de pensar (que elude las formas descriptivas directas) y su manera peculiar o estilo de practicar el arte (que se opone a cualquier género de manifestación doctrinal y, en especial, a las de sesgo académico). De ahí se deriva la frescura originaria, libre, variada y gozosa que envuelve sus asociaciones de ideas, imágenes, formas, espacios, sentimientos y emociones, conjunto de elementos en los que lo mágico y lo maravilloso se perfilan como frutos de un desusado estado de limpieza interior y de sensibilidad superior.
En este orden de cosas, la obra de Javier Muro comparte de manera particular el sentimiento ambivalente característico de las relaciones entre forma y lenguaje -es decir, entre consideraciones sobre la naturaleza escultórica del espacio interior y sobre la capacidad narrativa del lenguaje metafórico- que a mediados de los ochenta mantenían los jóvenes escultores alemanes de la poética neogeo. Por esta senda -como ha postulado Anna Maria Guasch, siguiendo lo apuntado por Stephan Schmidt-Wulffen-, “las obras de estos escultores pueden recordar escaleras, balaustradas, pasillos de hospital, armarios u otros objetos de uso cotidiano, pero las circunstancias creativas las transforman en espacios ficticios, complejos y diversificados, en productos polifónicos”. Y desde otra perspectiva bastante paralela -la que relaciona la escultura de Javier Muro con el arte de objeto-, merece la pena recordar lo señalado por Achille Bonito Oliva cuando señala que “en el contexto de la transvanguardia fría de la segunda mitad de los ochenta, la neobjetística no supone trabajar con objetos aislados en su soledad metafísica, sino con objetos atravesados por distintos procesos de contaminación que sedimentan un cierto espesor temporal en tanto que objetos transidos de pasado y presente, de antes y de ahora y, en definitiva, de historia”.
A esos caracteres renovadores de la significación Javier Muro añade en sus propuestas un doble e importante registro: por una parte, de ambigüedad poética y de ironía; y, por otra parte, de carga de experiencias personales, incluidos ciertos recordatorios de dolor. En cualquier caso, una pulsión poética de claridades muy especiales, personalísima y extremadamente discreta, se mantiene como crisol y como constante atmosférica de este conjunto de obras. Así lo comprobamos, ya de entrada, ante el extraño embalaje de esa gran pieza de suelo que, titulada Muda, nos remite simultáneamente a la imaginería de las mudanzas de objetos, a la mudez de la experiencia del silencio y de lo secreto, y a la renovación de la misma piel de la vida -o “piel de la serpiente”-. El hermetismo rotundo de esta obra cobra reflejos de misterio a través del pequeño foco de luz que la acompaña. Estas lámparas luminosas se integran a veces en obras muy diferentes de Javier Muro, quien opera en ellas como si de “magia blanca” se tratara, según decía Dan Flavin, comentando su apego a utilizar estos mismos fetiches industriales en sus esculturas, para lograr que se desprenda del conjunto “un resultado extrañamente poco familiar”. En esta exposición ese resultado misterioso del contenedor o embalaje de madera aplicado a un contenido ignoto se transforma en elemento irónico cuando Javier Muro lo aplica nada menos que a bloques enteros de viviendas, como lo hace en la serie fotográfica Nos mudamos. En este tríptico va implícito también un elemento sutil de “constructividad”: la alusión a las “cajas de madera” de los encofrados arquitectónicos e ingenieriles.
El método de la deconstrucción -relacionado por su propio autor, el filósofo Jacques Derrida, con referentes estructuralistas- constituye otro de los sistemas usuales en la práctica de Javier Muro, interesado en acentuar el carácter no-representativo del lenguaje en general, y del lenguaje artístico en particular. En consecuencia, lo que Javier Muro busca en este tipo de esculturas fragmentadas y deconstruidas -como comprobamos aquí en la extraña mesita titulada Con nada y en el fantasioso armario ropero desocupado, recubierto interiormente de gressite y convertido en pasadizo o “salida” (Exit) hacia un lugar “otro”, abierto e indeterminado-, lo que aquí busca realmente su autor no es fragmentar o deshacer y destruir, sino releer la realidad del objeto desde todos los ángulos y desde todos los fragmentos, para poder religarlos en otra realidad asimismo fragmentada, la del objeto artístico.
Encontramos, en fin, en la práctica de nuestro escultor otro aspecto particularmente significativo de su manera radical de plantearse la comprensión del arte desde la reconsideración personal del espacio artístico, así como desde la apreciación subjetiva de los límites del arte y la vida. Este “juego” de intereses Javier Muro lo encauza y desarrolla a través de dos estrategias diferentes: unas veces, alterando o disfrazando la apariencia común de los objetos; y, en otras ocasiones, transformando el objeto en una escultura-ambiente, es decir, en una pequeña instalación o en un espacio construido como “lugar de relación”. En estas propuestas de “objetos disfrazados” -como son, por ejemplo, la mesita chippendale de Life is life, convertida en cespedera, y la sucesión de fotografías en que el picadillo de carne estructura rotundos volúmenes escultóricos de formas elementales dentro del ciclo Meat game-, así como también en el caso de las pequeñas instalaciones -como la del taburete que se transforma en elemento edificatorio sobre la superficie fotográfica ajardinada del proyecto Unifamiliar-, en todo ello sorprende el impulso lúdico que subyace y confiere carácter y sentido a la estética de Javier Muro.
De esta manera, en la estética de Muro lo lúdico trata de establecer relaciones entre su personal estilo de pensar (que elude las formas descriptivas directas) y su manera peculiar o estilo de practicar el arte (que se opone a cualquier género de manifestación doctrinal y, en especial, a las de sesgo académico). De ahí se deriva la frescura originaria, libre, variada y gozosa que envuelve sus asociaciones de ideas, imágenes, formas, espacios, sentimientos y emociones, conjunto de elementos en los que lo mágico y lo maravilloso se perfilan como frutos de un desusado estado de limpieza interior y de sensibilidad superior.
JOSÉ MARÍN-MEDINA